domingo, 10 de julio de 2011

Día 4 Cerro San Javier - Benjamín Paz.

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Es fantástico como nuestra situación pudo cambiar de un momento para el otro, de la misma manera que el día sucede a la noche. Amanecimos temprano: como siempre Jere y Mariano ya se habían levantado antes que nosotros y estaban terminando de plegar y guardar su carpa. Nosotros aún dormidos tardamos un buen rato en organizarnos y empezar a movernos. Ellos siempre tenían la paciencia para esperar nuestro cuelgue. Afuera se veía nublado y neblinoso, pero por suerte con el correr de los minutos mientras desayunamos unos mates el cielo se fue despejando y la niebla se fue limpiando, permitiéndonos ver por primera vez el hermoso paisaje en donde nos encontrábamos. Había en vez de guachines escabiándose como la noche anterior, unos amigables obreros de la comuna que nos saludaban amablemente. Unos caballitos pastaban cerca de nosotros en el lugar donde la noche anterior solo se veía oscuridad y frio.

El sol ya brillaba cuando arrancamos a pedalear la subida. Fueron entonces apenas unos metros que avanzamos, cuando súbitamente nos topamos con un mirador a la ciudad de Tucumán, presidido por un Cristo Redentor estatua de cemento de esos imponentes. En un cartelito indicaban cuales eran los Cristos Redentores más grandes del mundo, y aparentemente éste estaba situado entre los primeros. Se ve que compiten a ver quien hace la estatua más grande de Jesús. La ciudad no alcanzaba a verse, porque aún mejor eran cubiertas por unas espesas nubes, dando la sensación de estar en los confines del mundo. Nos sacamos un par de fotos reglamentarias, y seguimos viaje. Fue ahí cuando nos dimos cuenta que a partir de ahí empezaba la bajada en todo el recorrido… adrenalina pura!

Era la primera vez en mi vida que bajaba una pendiente tan pronunciada y constante llevando la bici tan cargada y pesada, por lo que fui con cautela los primeros metros. En realidad creo que era la primera vez para todos que piloteábamos una bajada así con el equipaje cargado a pleno, incluso para Jere. Pero fueron solo esos primeros metros los de precaución, porque la emoción te va llevando a intentar cada vez velocidades mayores.
Las bajadas pronunciadas tienen varios efectos en una bici cargada, por el tema de la inercia. Son muy difíciles de frenar si uno no lleva buenos frenos, y aun así uno puede perder muy fácilmente el equilibrio si tiene que clavar los frenos de pronto. El otro asunto es que uno levanta mucha velocidad si se deja llevar, y eso es otra historia. Ahí yo lo veía pasar endemoniado y veloz a Jere y su carrito, pero hacia un wobbling oscilante todo el conjunto que parecía podría despegarse de la pista en cualquier momento. Yo iba probando posiciones de cómo acomodarme sobre la bici, y por hacerme el banana y querer apoyar los pies como moto casi pateo la dirección y me desbarranco. Jere conto que también, en una no pudo frenar y casi se va de curva. Marketa venía bien tranqui atrás, quizás hasta freno a sacar unas lindas fotos. Mariano también venia al palo, y en una curva no pudo controlar la velocidad y se fue por la tangente. Por suerte no se hizo nada grave, creo que ni llego a caerse definitivamente de la bici. Pero llevaba llanta de aluminio finito en la rueda trasera, y con el peso de las alforjas se le doblo toda en un terrible llantazo.

Le tuvimos que desconectar a la bici de Mariano el freno trasero para que no tocara con la llanta, y arrancamos nuevamente, yendo más despacio. Podía andar, pero con solo el freno delantero no da para andar tan despreocupadamente, y la llanta doblada iba haciendo que se le gastara rápidamente la cubierta, que ya de por si era bastante delicada. Así que a partir de ahí cada persona que cruzábamos le preguntábamos si conocían algún posible bicicletero cerca que pudiera enderezar la rueda sin romperla. No cruzábamos muchas casas, solo arboledas y algunas vacas, y curiosamente unos gringos sacándose una foto agarrando a una de las vacas del collar de manera penosa. Finalmente pudimos dar con quien nos indico que, volviendo unos cientos de metros sobre nuestros pasos, podíamos encontrar a un chico que arreglaba bicis. Nos mandamos por unas callecitas de tierra y llegamos a la casa de ese chico que, estando ahí en el lugar y sin cobrar un pe, nos hizo la gauchada de centrarle la rueda para que podamos seguir viaje. Un autentico gesto solidario que nos cambio las caras a pura alegría.

Así seguimos de bajadita empinada a bajadita suave, y un bicho que casi me revienta el ojo me hizo aprender que cuando uno va muy rápido da para ponerse los lentes… algunos son grandotes como el ojo mismo y duelen cuando uno los choca. El camino era tan fácil de pedalear que apenas paramos en las piedras a orillas de un arroyo que cruzaba la ruta a tomar unos mates con galletitas. En esas pocas casitas que había cerca, siempre la cumbia sonando de fondo.

Hasta que llegamos a la intersección con la ruta 9, una arteria nacional con gran flujo de camiones y muy angosta, por lo que de pronto otra vez volvió a cambiar el panorama. Se había acabado la bajada, y el tramo empezaba a ser una leve subida. Pero lo que jodía no era que había que pedalear con más fuerza para ir más despacio, sino que los incesantes camiones y ómnibus nos pasaban siempre muy cerca y de manera peligrosa. No había banquina pavimentada por donde pedalear, apenas unos cm desde la línea blanca. Y uno no se podía acercar mucho al borde tampoco porque había un desnivel considerable hasta la tierra, y caerse ya era de por si problemático.

El verdadero problema era cuando veíamos venir uno o más camiones en dirección contraria. Ahí entonces yo me daba vuelta a mirar si detrás teníamos otros camiones viniendo, hacia una posible triple intersección con nosotros y el otro camión. Cuando eso sucedía, no había lugar para nosotros y ellos, y entre bocinazos histéricos provenientes de todos lados nos teníamos que tirar irremediablemente a la banquina de tierra. A veces pareciera que los conductores argentinos se creen que una bicicleta no tiene espesor, y que ocupa el lugar de la línea blanca lateral como un objeto bidimensional. Siempre nos pasaban a cm de distancia, y la turbulencia de aire que generaban llegaba a sacudirte. Los camioneros al menos de lejos ya te van tocando bocina para que te corras, y corroboran su accionar pasándote bien cerquita. Los conductores de ómnibus son los peores, porque vos no los escuchas venir y cuando te están pasando por al lado bien cerquita te tocan bocina, haciéndote caer del susto. Los de autos son los más cagones, te tocan bocina mil veces desde re lejos como si te estuvieran por chocar y trataran de prevenir el accidente, y después ves que era un autito que te pasa a 10 metros de distancia.

Fue un cambio total en la onda del viaje, ahora estábamos con el casco bien puesto como talismán contra el miedo a ser aplastados. Si alguno de los inmensos vehículos que nos pasaban tan de cerca nos llegaban a tocar, íbamos a quedar enroscados entre sus ruedas y no iba a haber casco que sirviera más que para engordar el enchastre de tripas que íbamos a dejar en el pavimento.

Así seguimos pedaleando, en medio de una constante tensión por el asedio continuo de los motores y de los bocinazos desquiciados. No podíamos disfrutar el paisaje de la misma manera que al principio del día, aunque tampoco había mucho para ver en los alrededores de la ruta 9.

Para cuando se acercaba el atardecer y se iban acabando las horas de luz, comenzamos a ver donde podíamos hacer campamento para pasar la noche. No había mucho en el camino, salvo las entradas a algún pueblito. Finalmente decidimos detenernos en una estación de servicio con duchas a la altura de Benjamín Paz, sobre la ruta. No era el lugar más agradable para hacerlo, en medio de decenas de camioneros que también estaban parando ahí para buscar refugio y amores de alquiler, pero fue lo único que encontramos y ya no teníamos tanto tiempo de luz para especular con otro lugar.

Después de elongar pacientemente las piernas extenuadas, Jere y Marketa fueron a una despensa a buscar algo de comida para cocinar, mientras con Mariano instalábamos el campamento con su correspondiente fueguito.

Ya teníamos las carpas armadas y las llamas prendidas, cuando otra vez se nos vino encima una lluvia. Hasta hacia un rato era todo sol y calor, pero en un instante se abalanzó un frente de agua que nos cambio el panorama: carpas mojadas, piso mojado, fuego que se apagaba y no teníamos donde cocinar. Fue entonces que Mariano vio que cerca de donde estábamos nosotros había un quincho de paja y madera que parecía estar en desuso. Fue una afortunada decisión la que tomamos en ese instante, decidiendo cargar todo, incluso el fuego, y mudarnos hacia debajo del quincho para armar campamento ahí y pasar la noche más secos a resguardo de la lluvia.

La mudanza fue anecdótica, cargando todo sobre el carrito de Jeremías, que iba y venía con la bici llevando las cosas para ponerlas bajo techo. Ahí pudimos estar más tranquilos, y a machetazos conseguimos madera suficiente como para hacer arder una fogata motivadora que nos hiciera olvidar del cansancio y de la lluvia que ya estaba encima nuestro. Esa noche aprovechando tal fogón, nos cocinamos un delicioso pollo con arroz, acompañado por vino tinto en cajita, de esos que se consiguen en todos los pueblitos y paradores alejados.

En un momento mientras cocinábamos, un gaucho a caballo salió de la oscuridad y se vino hacia nosotros. Fue una visita amigable, venía a contarnos que él era el cuidador de ese quincho, que pertenecía a un boliviano que ahora estaba en su país, y que le había dejado el cuidado del quincho a su cargo. Nos tranquilizo con que ahí estaríamos seguros, y que él iba a estar controlando para que nada nos sucediera. Así que habiendo recibido la bendición del sereno, podíamos estar tranquilos y sin problemas para pasar la noche ahí.

Aprovechamos las duchas de la estación y nos pegamos un baño caliente revitalizante, que nos dejo relajados y bien blanditos. Comimos opíparamente, y nos quedamos luego en una larga sobremesa conversando acerca de los sucesos inesperados del día, como la sorpresa de los despistes en la bajada del cerro, que casi nos cuesta una rueda y parte del viaje.

Cubrimos las bicis con un plástico para que no se vieran tan llamativas desde lejos y pudieran incitar a un robo, acomodamos el resto de las cosas para que no se mojaran con la lluvia que nos acompañaría toda la noche, y de a poco fuimos atrincherándonos en nuestras carpas para dormir. El cansancio físico se sentía, y había que reponerse para el día siguiente, que esperábamos también seria desgastante. Igualmente todavía no sabíamos que iba a pasar con la lluvia. Si al otro día seguía muy tormentoso, no tendría sentido arrancar a mojarnos pedaleando, y quizás deberíamos esperar. Así que nos fuimos a dormir, con la incertidumbre de no saber que nos depararía el mañana.